El Emperador Desnudo
El sol brillaba con fuerza en las primeras horas de aquella tarde de primavera. Todos los humanos se habían congregado en la plaza para ver desfilar al Emperador. Aquel día estrenaba traje nuevo.
Por fin apareció. Iba completamente desnudo. Sin embargo nadie parecía darse cuenta. Los humanos no cesaban de alabar el buen gusto que había tenido el Emperador eligiendo aquellas vestimentas.
De repente un niño gritó: -¿Por qué va desnudo el Emperador?.
Una nube cubrió el sol en aquellos momentos.
Y pasaron los días, y los meses, y los años, incluso creo que llegó a pasar algún siglo. A aquel niño le crecieron las piernas y el pelo de la cabeza y se convirtió en un joven. El resto de los humanos lo conocían con el extraño nombre de “Alfredo”.
Alfredo no había podido olvidar aquel día del desfile. Tenía la sensación de que nadie escuchó su grito “¿Acaso no grité lo suficientemente fuerte?”, se preguntaba día si, día también. Esta duda le creaba tal sensación de impotencia que optó por tomar una decisión, la de formarse en aquella escuela en la que decían enseñar a gritar con fuerza.
El aprendizaje fue duro para nuestro héroe. Miles y miles de pequeños chillones vociferaban sus gritos una y otra vez, y cada vez más y más fuerte. Parecían no cansarse nunca. Unos gigantescos hombres-pollo a los que todos temían se encargaban de que ninguno de los aprendices cesase de gritar. Llegaba un momento en el que uno era incapaz de identificar su propio grito, que fundido con el de los demás producía un infernal barullo que quitaba las ganas de vivir. Aquello era una locura.
-Curiosa forma de hacer las cosas- pensaba Alfredo.
Entre grito y grito Alfredo tuvo tiempo de relacionarse con el resto de humanos gritones. De entre todos ellos era uno, el joven Newton, el que más llamaba la atención. Era el que más gritaba y el que más miedo tenía a los hombres-pollo.
El joven Newton siempre almorzaba una manzana. Ni siquiera cuando se la comía cesaba de gritar y mientras gritaba buscaba la excusa más tonta que le diese pie a teorizar en torno a esa fruta. Al final siempre concluía formulando alguna ley a la que se apresuraba a dar un nombre. “Una ley sin nombre no es una ley”, decía. Los que escuchaban acababan con las cabezas infladas por tanta teoría y tanta ley. Sentían que sus pequeños cerebros podían estallar en el momento menos pensado.
Pero entonces Alfredo cogía los restos de la manzana entre las puntas de sus largos dedos y hacía surgir de ellos un pequeño alienígena. Depositaba aquel ser sobre la mesa y éste, como por arte de magia cobraba vida. Aquello hacía reír incluso al joven Newton, quien cesaba de gritar y, por un momento, la olla que coronaba su cuerpo dejaba de dar vueltas. El ambiente se cargaba de una paz que devolvía las ganas de vivir.
-Quizá no sea necesario gritar tanto- pensaba Alfredo.
Y pasaron los días y los meses, y los años, y estoy seguro de que esta vez pasaron varios siglos. Al joven le creció el pelo de la cara y se convirtió en un hombre.
Una nube cubría el sol en las primeras horas de aquella tarde de primavera. Alfredo esperaba en una esquina a alguien que ya llevaba cinco minutos de retraso. En ningún momento miraba el reloj. Tenía el semblante de esas personas felices a las que no les importa esperar.
Por fin apareció el joven Newton. Ya no era un joven, ahora era un niño. “Dios mío, cómo ha rejuvenecido el muchacho”, pensó Alfredo.
-Pareces triste amigo, ¿Ya no eres feliz inventando leyes?
-No, ni siquiera tengo ganas de gritar.
-Chico, ¿No te ocurre nada bueno últimamente?
-Pues… ya no temo a los hombres-pollo.
-Eso ya es algo- dijo Alfredo al tiempo que sonreía-. Vamos, te invito a tomar algo.
-¿Dónde?
-Ya lo verás, es un sitio especial.
Caminaron un rato hasta llegar a un gigantesco edificio. Entraron en el ascensor y subieron más allá del último piso. Abrieron una puerta y entraron en aquel extraordinario lugar. Un lugar vacío donde los humanos, absortos en sí mismos, pasaban el tiempo dedicados a absurdas y complicadas tareas. Allí todos eran el Emperador y cualquier momento era bueno para estrenar un traje. Nadie advirtió la presencia de los visitantes.
Pidieron dos copas. Newton no dejaba de observar el esperpéntico espectáculo que le rodeaba. Una tranquilizadora sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro. Al poco tiempo de estar allí se sintió tan feliz que no dudó en tomarse una segunda copita. Después, y sin dejar de sonreír, miró a Alfredo y murmuró suavemente:
-¿Por qué van desnudos estos humanos?
La nube desapareció y el Sol brilló entonces con más fuerza que nunca.
SANTI TENA