El singular universo escultórico de Alfredo Llorens
Donde el autor se manifiesta irónico y sonriente fabulador
Aquí estamos, de nuevo, tres años después. Quiero decir que, cuando escribo estos párrafos, se cumple un trienio de mi encuentro con Alfredo Llorens y su obra. Fue con motivo de su exposición en la sala valenciana de Ibercaja y os puedo asegurar con aires de grandeza. Ahí es nada, “la grandeur”, pues no somos dignos ni nada los humanos cuando nos ponemos.
A Alfredo, por lo que se ve, le llaman la atención todos estos personajes que, henchidos de dignidad y tocados por el halo superior de la grandeur, circulan a nuestro alrededor, aparecen en la tele, salen en las páginas del libro de la Historia o salen de la mismísima imaginación del autor. Porque -seamos claros desde el principio- Alfredo Llorens es el autor, un autor como Joanot Martorell o Max Aub, como Luis Buñuel o Garcia Berlanga, capaces de conducirnos, por medio de la palabra escrita o la imagen en movimiento, por unos mundos peculiares, diferentes al que acostumbramos. Y no es porque no existan estos mundos -que sí-, sino porque no habíamos reparado en ellos antes de que los autores nos los propusieran.
Los autores pertenecen a una rara estirpe: son siempre creadores de algo. Alfredo es el autor de un universo habitado por personajillos de especies diversas unidos por la condición especial de la grandeza esa que os hacía notar al principio: el sabio, el justo, el vencedor, el prócer, el político, el poeta, el pionero.
Hace tres años le agradecí a Alfredo su trabajo y, ahora, le reitero mi agradecimiento. Si esta sociedad en la que vivimos fuera agradecida, viera menos la tele y acudiera con menor frecuencia a los centros comerciales, le daría las gracias a Alfredo por haber sido tan atrevido y hacer una escultura que no hace nadie, que no responde a ninguna tendencia ni a ningún interés de mercado.
Ya dije, tres años atrás, que lo que hace Alfredo es divertido, lo cual resulta cuanto menos sorprendente a poco que observemos los vientos que soplan en este rollo artístico, donde -como sabéis- abundan las intenciones de trascendencia.
Además Alfredo se manifiesta sin pretenciosidad alguna, como el que no quiere la cosa, por lo que contrasta con las voces solemnes que suelen resonar por estos ámbitos.
Lo suyo es la ironía, esa arte de rozar (Jankélevitch), sutileza en suma, ligero apunte, sin grito, pura sugerencia que no desea subrayar lo que parece evidente.
Alfredo Llorens lo dice todo con un fino sentido del humor, que no implica acentos frívolos, sino una inteligente seriedad en su personal mirada la cual apela a la inteligencia del espectador e invita a la contemplación seria de su trabajo tridimensional.
En el trabajo de Alfredo interviene la eficacia en la construcción de sus elementos, articulados a través de la madera, del látex, de la espuma de poliuretano, derl serrín, del papel, de la tela, etcétera: materiales en su mayoría considerados académicamente innobles.
Se trata -al menos así lo veo- de un trabajo con resultados altamente expresivos. Y en esa expresividad podéis contemplar, al mismo tiempo que cierta malicia, una maravillosa ternura. Porque yo no creo que Alfredo odie a sus personajes, más bien se compadece de ellos.
Aquí estamos tres años después. Alfredo Llorens llega de nuevo con su obra escultórica con sus aires de grandeza. Ahí es nada, la grandeur, pues no somos dignos ni nada los humanos cuando nos ponemos…
RAFAEL PRATS RIVELLES
L’Eliana, verano 2000